sábado, 13 de octubre de 2018

La scifi capitalista


[...] A lo largo de todo el siglo XX el género acompañó a las sucesivas generaciones en su desencanto. A principios de la centuria empezó a producir visiones distópicas de un futuro donde la tecnología era puesta al servicio de las ansias de poder de las élites. Tras las guerras mundiales y la invención de la bomba nuclear, abundaron los argumentos postapocalípticos en los que el progreso tecnológico, antaño deseable, conduciría al mundo hacia el desastre atómico.

Desde los años sesenta el género trató cuestiones como la libertad e identidad en una sociedad más rica y estable, pero percibida como cada vez más individualista y deshumanizada; imaginaban un futuro donde el individuo era diluido en la búsqueda del bien común. En los setenta y ochenta la redefinición de la relación entre el ser humano y tecnologías como la informática o las redes cibernéticas hizo que la ciencia ficción se cuestionara la misma idea del hombre como gobernante de su destino y la posibilidad de que las inteligencias artificiales, algún día, se hicieran con el timón.

Cada época ha tenido sus corrientes características de anticipación, avivadas por las preocupaciones sociales del momento. No es que se extinguiese del todo aquella esperanza utópica de los inicios, porque en muchos relatos se siguió describiendo la manera en que, tarde o temprano, el ser humano encontraría su lugar ya fuese en la tierra, en el fondo de los océanos o en el espacio, y, sobre todo, en armonía consigo mismo. Algunos autores aún se empeñaban en ver todavía el vaso medio lleno.

En la actualidad la principal crítica que recibe el género es la de que lleva mucho tiempo repitiendo conceptos. Pero es comprensible; casi todo lo que podía imaginarse ha sido imaginado ya. Desde los años setenta es cada vez más difícil que aparezcan ideas nuevas sobre el futuro. Aunque eso no debería ser un problema; toda la ficción lleva milenios repitiendo argumentos y esquemas. Como en las aventuras o las historias de amor, la originalidad de los relatos de ciencia ficción no es lo importante, sino su pertinencia. Lo que sí ha cambiado, como tendencia general, es el balance entre optimismo y pesimismo. Desde hace ya algunos años, predomina lo segundo.

Hoy, la premisa «cada generación vivirá mejor que la de sus padres gracias a la tecnología» está empezando a desmoronarse porque la tecnología y la ciencia ya no son considerados los únicos motores que impulsan el cambio, como se pensaba en el siglo XIX. El nuevo motor es un juego económico que se las arregla para mantener una estructura piramidal tendente, cuando no se le pone freno, a una suerte de feudalismo financiero. Ya no son las máquinas las que producen miedo, sino la pérdida del estatus y de los estándares de vida que, sin llegar a los extremos imaginados en el siglo XIX, se habían conseguido gracias al progreso.

La ciencia ficción actual trata con frecuencia el asunto del abismo entre ricos y pobres; las nuevas distopías ya no se basan solo en las estructuras de opresión política o en los mecanismos de manipulación ideológica, sino también, y sobre todo, en una desigualdad material provocada de manera deliberada por quienes poseen los recursos y no desean compartirlos. No es una ficción, sino una realidad, el que la mayor parte de los recursos están en manos de un porcentaje reducido de la población. Y el temor comprensible de todos nosotros es que la tendencia gravitatoria siga consistiendo en que los recursos fluyan hacia arriba, acumulándose en unos pocos castillos que ya no están hechos de piedra. 

La ciencia ficción tiene nuevos villanos, que ya no son robots o alienígenas, sino, por ejemplo, corporaciones que representan nuestros miedos ante la realidad de que nuestras vidas están cada vez más en manos de unos pocos sectores de empresas que manejan nuestra información, nuestro dinero, nuestra supervivencia. El individualismo, uno de los pilares ideológicos del nuevo siglo, choca de frente con la telaraña de poderes económicos que, en la práctica diaria, cortan las alas al individuo. La propiedad es un lujo; nos hipotecamos para poseer una vivienda y, en algunos países, también para poder cursar estudios superiores e incluso para poder recibir asistencia médica. En las sociedades modernas el banco es una especie de segundo gobierno. Lo mismo sucede con otras empresas. El poder de decisión individual está limitado y el ciudadano se da cuenta de que, mientras la ciencia y tecnología progresan, él ya no puede progresar. La vida es ahora más cómoda que en siglo XIX, pero no tenemos la impresión de que vaya a ser más cómoda dentro de cincuenta o cien años. Podría serlo, quién sabe, pero la cascada de invenciones parece limitarse a mejorar lo que ya tenemos, no a revolucionar por segunda vez el mundo.

Otro de los miedos es el de la pérdida progresiva de la libertad; los relatos sobre sociedad totalitarias que tanto abundaron en el primer tercio del siglo XX aún sirven como poderosas metáforas aunque, al menos en buena parte de las sociedades avanzadas, no constituyen una amenaza tan inmediata como lo eran entonces. La nueva amenaza a la libertad no es un mecanismo prediseñado por un partido fascista o estalinista —más allá de que movimientos de esa índole puedan crecer— sino lo que Aldous Huxley denominaba «fuerzas impersonales», procesos de degeneración de las democracias, más parecidos al envejecimiento o a la acumulación de infecciones en un organismo. Es un tema de la ciencia ficción actual que ya estuvo vigente en los años sesenta: ¿hasta qué punto es aceptable la entrega de libertades individuales en la búsqueda del bien común? ¿Cuáles son los límites de la libertad de expresión? ¿Qué prerrogativas debe tener la opinión común respecto de los que opinan de manera diferente? Cada vez más, en la nueva ciencia ficción aparecen temas como el rearme de moralidades colectivas que empiezan a penalizar a los discrepantes por el mero hecho de discrepar.

Un factor más para el pesimismo es la percepción de que la carrera tecnológica ha renunciado a buena parte del idealismo que la impulsó en tiempos pasados. La exploración espacial, por ejemplo; aunque sigue consiguiendo logros dignos de todo aplauso, es obvio que muchas de las viejas metas quedaron aparcadas. Hace unas décadas se pensaba que a estas alturas ya habríamos pisado Marte. Más allá de la importancia que cada cual quiera otorgar a la hazaña —en mi opinión, es mucha, pero podría entender otras posturas—, lo que esto pone de manifiesto es que se ha perdido la capacidad para soñar a largo plazo. Las colonias espaciales de Asimov o Clarke empiezan a parecer antigüedades, como las ciudades submarinas del siglo XIX.

A todo esto se suman amenazas nuevas como la del clima. En los años setenta, aunque hoy suene extravagante, algunos profetizaban un enfriamiento global. Pensaban que el efecto invernadero produciría un «invierno nuclear» antes de que el calor empezase a acumularse bajo esa capa de gases y partículas que impedían su diseminación. A fin de cuentas, sin la atmósfera, la Tierra sería un planeta mucho más frio; la temperatura media ya no sería de unos quince grados centígrados, sino de casi veinte bajo cero. No era una profecía irrazonable. La realidad, sin embargo, ha traído lo contrario: cada vez hace más calor, los casquetes polares se reducen, y nadie sabe decir muy bien hasta dónde puede llegar el proceso. Lo que sí sabemos es que el efecto invernadero, una vez alcanzado cierto punto crítico, se retroalimenta y es casi mejor no imaginar las consecuencias. En el pasado las catástrofes naturales eran puntuales: terremotos, volcanes, sequías, tsunamis. Sí, había hambrunas y epidemias mucho más terribles que las de hoy, pero constituían excepciones trágicas dentro de un mundo visto como entorno estable. Ahora tememos una catástrofe global, una pérdida completa del equilibrio: que sea el propio aire que respiramos el que nos dificulte la existencia. La nueva ciencia ficción apocalíptica ya no recurre a la amenaza nuclear, sino al cambio climático, que ya no tiene nada de puntual.

El pesimismo de la nueva ciencia ficción no es vocacional, ni fruto de una moda. Es un reflejo del estado de ánimo de las sociedades modernas. Es una ciencia ficción que ya no imagina que se expandan fronteras, sino que se levanten muros. Ya no imagina que más recursos significa más para todos, sino más para unos pocos. Ya no imagina que se trabaje menos para producir lo mismo, sino que se trabaje lo mismo para producir más. Ya no imagina catástrofes cuyo carácter evitable hace que sirvan para expresar grandes mensajes morales, sino catástrofes inevitables que inspiran mensajes desmoralizantes. El futuro de la humanidad ya no es visto como una fuente de promesas, sino una larga agonía. La ciencia ficción decimonónica ha muerto, o está en trance de muerte, y su mensaje optimista ha sido recogido una vez más por el pensamiento mágico, como muestra el auge del subgénero de los superhéroes, esas divinidades modernas que, como los héroes griegos, lo cambian todo para que nada cambie.





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