sábado, 27 de enero de 2024

Keynes, Russell, y la reducción de 40 horas

Una tiktoker llamada Brielle se ha hecho viral, con millones de reproducciones, porque aparece llorando por tener que trabajar una jornada completa, 40 horas semanales. Cumplir con su trabajo de 9 a 17h le parece un destino tristísimo y se muestra muy sorprendida de que no sea una evidencia para todo el mundo que se trata de un absurdo y de una gran injusticia. "Así no hay tiempo para nada, ni para hacer deporte, ni para quedar con los amigos, ni para tener novio, ni siquiera para tener ganas de cocinar". O sea, que la jornada laboral de 8 h, una gran conquista sindical de hace un siglo, le arruina la vida.
 
Las lágrimas de Brielle son muy sinceras y espontáneas, sencillamente no entiende que se pueda vivir así. Habrá quien no vea allí más que a una niñata malcriada quejándose por tener que trabajar, pero, en realidad, Brielle plantea un grave enigma al que ya se enfrentaron dos de las más grandes cabezas del siglo XX, nada menos que John Maynard Keynes y  Bertrand Russell. En 1930, Keynes pronunció en Madrid una conferencia titulada Las posibilidades económicas de nuestros nietos, en la que se preguntaba qué pasaría con el mundo de la economía cien años después, es decir, precisamente en lo que para Brielle es la actualidad.
 
Y Keynes no tiene la menor duda al afirmar que en el 2024, más o menos, la humanidad en su conjunto estaría trabajando "un máximo de 15 horas semanales, en turnos de tres horas al día". Y aún así, nos dice, "seguirá sobrando riqueza". Así es que Brielle tiene toda la razón en sentirse perpleja y desanimada. Sencillamente, no se entiende, no se puede entender, cómo el genio más grande de la economía del siglo XX pudo equivocarse tanto. Keynes se aferra a una evidencia muy de sentido común: el desarrollo vertiginoso de la industria hace crecer la riqueza con cada vez menos trabajo, así es que, de aquí a cien años (dice en 1930), la Humanidad casi no necesitará ya trabajar.
 
La cosa le parece evidente a la luz de lo que él considera una "enfermedad" endémica de la economía de su tiempo: el paro y la sobreproducción. En realidad, tanto el paro como la sobreproducción son una buena noticia para la Humanidad, lo único que hace falta es repartir el trabajo y transformar la maldición del paro en la bendición del tiempo libre. No seremos tan tontos de no hacerlo así, dice Keynes. La jornada laboral puede y tiene que ir descendiendo al mismo ritmo que aumenta la productividad, hasta que con el mínimo esfuerzo, tengamos bastante para todos.
 
Y el desarrollo vertiginoso de la industria (ya en tiempos de Keynes, pero no digamos ahora) no permite albergar ninguna duda: habrá bastante para todos. Es más, en esta conferencia, Keynes llega a hacer una afirmación sorprendente, un verdadero reto para las actuales Facultades de Economía: en cien años, nos dice,  "la humanidad habrá resuelto ya su problema económico"; es decir, que nos habremos librado de la "economía", del problema de cómo "administrar recursos escasos", sencillamente porque ya no serán escasos.

La sobreproducción y el paro demuestran, según él, que "que el problema económico no es el problema permanente del género humano". O sea, acuerdo total con Aristóteles y desacuerdo profundo con la filosofía subyacente a la ciencia económica: no somos un homo economicus, sino un ser social que tiene un problemilla económico que se puede remediar (en Aristóteles, teniendo esclavos; en la actualidad, dice Keynes, con el progreso técnico y la organización de la producción).


Hasta el momento, quizás la economía ha sido una enfermedad congénita para la humanidad (o quizás, más bien, un virus que contrajo con la separación de las clases sociales, porque en las sociedades neolíticas, según atestigua la antropología, siempre se trabajó mucho menos que ahora). En todo caso, la revolución industrial habría descubierto la vacuna. Es obvio, nos dice, que el problema económico (el de la escasez de recursos) tiene cada vez menos importancia y que ha llegado el momento en que "tres horas al día sean suficientes para satisfacer al viejo Adán que hay dentro de nosotros". No cabe duda de que, viendo el resultado, cien años después, Keynes se quedaría por lo menos tan perplejo como Brielle, llorando lágrimas de rabia.
 
Lo que a Keynes ni siquiera se le pasa por la cabeza (seguramente tampoco a Brielle) es que una economía industrializada es perfectamente compatible con una reducción de la jornada laboral y una distribución del trabajo, pero que una economía capitalista no. Fue precisamente por eso, por lo que el yerno de Marx, Paul Lafargue, pudo definir el comunismo como "el derecho a la pereza" de la Humanidad. Si había que acabar con el capitalismo, dijo, era, ante todo, para poder reducir la jornada laboral, para librarnos de la maldición del trabajo excesivo, del paro y de la sobreproducción. 
 
Él estaba convencido de que el capitalismo impedía de raíz esta posibilidad. Y a la luz de lo que tenemos cien años después de la conferencia de Keynes, no cabe duda de que tenía toda la razón: el capitalismo es el mayor obstáculo para la reducción de la jornada laboral. El capitalismo, que fue un gran incentivo para el desarrollo industrial, ha robado a la Humanidad la posibilidad del tiempo libre, y con él, en el fondo, de la tranquilidad republicana que Aristóteles consideraba imprescindible para que además de supervivir, el ser humano, fuera capaz de vivir, de vivir una vida "buena", una vida digna. O por lo menos, una vida en la que Brielle pueda tener ganas de cocinarse la cena y quedar con su novio. 
 
Pero pensemos en otro eminente genio del siglo XX: Bertrand Russell. En 1932 escribió Elogio de la ociosidad, un texto en todo semejante al de Paul Lafargue, donde podemos leer: "El tiempo libre es esencial para la civilización, y, en épocas pasadas, sólo el trabajo de los más hacía posible el tiempo libre de los menos. Pero el trabajo era valioso, no porque el trabajo en sí mismo fuera bueno, sino porque el ocio es bueno. Y con la técnica moderna sería posible distribuir justamente el ocio, sin menoscabo para la civilización".  Con la técnica moderna, sin duda que sí. Con el capitalismo no, como bien se ha demostrado cien años después. Pero Russell era "socialista".
 
Él tiene muy claro que, durante la guerra, la "organización científica de la producción" (lo que en el lado comunista se llamaba "planificación económica") había permitido fabricar armas y municiones suficientes para la victoria. "Si la organización científica", nos dice, "se hubiera mantenido al finalizar la guerra, la jornada laboral habría podido reducirse a cuatro horas y todo habría ido bien". Pero, por el contrario, "se restauró el antiguo caos: aquellos cuyo trabajo se necesitaba  se vieron obligados a trabajar excesivamente y al resto se le dejó morir de hambre por falta de empleo".
 
En los años 30, Bertrand Russell protesta indignado con impaciencia: "¡Los hombres aún trabajan ocho horas!". Ello lleva a la sobreproducción en todos los sectores, las empresas quiebran, los trabajadores son despedidos y arrojados al paro. "El inevitable tiempo libre produce miseria por todas partes, en lugar de ser una fuente de felicidad universal. ¿Puede imaginarse algo más insensato?". Russell no ve otra solución que reducir la jornada laboral a cuatro horas diarias. Eso acabaría con el paro y con la sobreproducción que hace quebrar a las empresas.
 
Vemos que coincide punto por punto con el diagnóstico de Keynes. En cambio, si hoy en día a alguien se le ocurriera decir  la cuarta parte de esto, se le consideraría un demagogo populista. Keynes y Russell no era unos tertulianos de la tele, ni unos influencers aficionados a la economía, eran dos de las más grandes cabezas pensantes del siglo XX, pero si Yolanda Díaz propone una reforma laboral para imponer la jornada laboral de cuatro días semanales, todo el mundo se rasga las vestiduras como si estuviese proponiendo un disparate suicida desde el punto de vista económico. 
 
"Cuando propongo que las horas de trabajo sean reducidas a cuatro, no intento decir que todo el tiempo restante deba necesariamente malgastarse en puras frivolidades", continúa diciendo Bertrand Russell.  No, porque él tiene confianza en las virtudes civilizatorias del ocio, del tiempo libre. De hecho, está convencido de que "sin la clase ociosa, la humanidad nunca hubiese salido de la barbarie". Lo que ocurre es que, como bien sabía Aristóteles y bien recordaba Paul Lafargue, para que haya existido una clase ociosa siempre han hecho falta esclavos o proletarios. Pero ya no es así, los progresos técnicos de la humanidad nos auguran "un mundo en el que nadie esté obligado a trabajar más de cuatro horas al día", de modo que ahora es posible "democratizar el tiempo libre" y que "toda persona con curiosidad científica pueda satisfacerla, y todo pintor pueda pintar sin morirse de hambre, no importa lo maravillosos que puedan ser sus cuadros".
 
El tiempo libre se invertirá en las artes y las ciencias, en la política y el progreso moral de la humanidad. "Puesto que los hombres no estarán cansados en su tiempo libre, no querrán sólo distracciones pasivas e insípidas" y muchos dedicarán sus esfuerzos a "tareas de interés público". La conclusión de Bertrand Russell es impactante por ser muy de sentido común: "Los métodos de producción modernos nos han dado la posibilidad de la paz y la seguridad para todos; en vez de esto, hemos elegido el exceso de trabajo para unos y la inanición para otros. Hasta aquí, hemos sido tan activos como lo éramos antes de que hubiese máquinas; en esto, hemos sido unos necios, pero no hay razón para seguir necios para siempre". 
 
Pero sí hay una razón y se llama capitalismo. Sin embargo, Russell, como Keynes, piensan que es una cuestión de necedad o de humana insensatez. Russell opina que es porque nos han implantado una ética del trabajo delirante. Estamos empeñados en que "el trabajo es un deber". Empeñados en que "el pobre no sabría cómo emplear tanto tiempo libre". De ahí su angustiosa pregunta: "¿Qué sucederá cuando se alcance el punto en que todo el mundo pueda vivir cómodamente sin trabajar muchas horas?". Pero Russell (como Keynes) se preocupaba inútilmente.
 
Los tiempos iban a demostrar que, mientras siguiera existiendo el capitalismo, eso no sucedería jamás, sino todo lo contrario. Gozamos ahora de desarrollos técnicos inimaginables para él (y para Keynes). Y no ha aumentado el tiempo libre, sino la amenaza del paro y la precariedad. Y para muchos, en las fábricas de la globalización, el trabajo excesivo. Y sería demasiado sarcástico eso de intentar convencer a los precarios y los parados de que si se empeñan en trabajar es porque hay una "ética del trabajo" que les tiene abducidos. No es una cuestión ética. Es una cuestión económica, que tiene que ver con un sistema que Lafargue y Marx hacían muy bien en llamar "capitalista". 
 
El capitalismo es un sistema económico que, por su propia naturaleza, es incapaz de ir despacio, es incapaz de no crecer, incapaz de pararse. Esto que en otros tiempos fue celebrado como eficiencia, productividad y progreso, es, hoy en día, la mayor objeción. El capitalismo ya no cabe en el mundo, no puede seguir creciendo un 3 por ciento anual en un mundo redondo que no puede crecer, sino que más bien agota sus recursos. Y a esta objeción fatal, hay que añadir la de las lágrimas de Brielle, unidas a la perplejidad de Keynes y de Russell: es insensato, absurdo, disparatado, indignante e injusto que el capitalismo nos siga impidiendo reducir la jornada laboral; para poder gozar del tiempo libre y para ralentizar nuestro rodar sin frenos hacia el abismo ecológico. El capitalismo es ahora mismo, más que nunca lo fue, el enemigo número uno de la Humanidad.


Fuente: Público

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