En 'El Fin del Trabajo'
(1995) Jeremy Rifkin profetizó que las tecnologías emergentes
provocarían un desempleo estructural. Tres décadas después la realidad
ha resultado ser algo más compleja y menos irreversible.
El temor al impacto de las innovaciones en el empleo no es
nuevo. Ya en 1930 Keynes hablaba de “desempleo tecnológico”. Tampoco es
una novedad el determinismo con el que analizamos estos procesos. Las
predicciones suelen moverse entre un papanatismo tecnológico que
identifica de manera mecanicista innovación con progreso y un
catastrofismo milenarista.
Kate Crawford en su 'Atlas de la Inteligencia Artificial' lo
califica de “determinismo encantado”. Unos la presentan como una utopía
con soluciones para todo, mientras otros la definen como una distopía
en la que los algoritmos van a crear una inteligencia superadora y
destructora del ser humano. La IA, además de una potente innovación
tecnológica, es una industria con riesgos éticos, sociales y
democráticos evidentes, pero sus efectos no están escritos. No
deberíamos obviar el papel que juegan los actores sociales en la
construcción del futuro.
La tecnología ha estado en el origen de grandes avances
sociales. Algo menos de lo que creía Francis Bacon cuando en 1620 afirmó
que “el conocimiento científico permitirá el control humano sobre la
naturaleza”, pero mucho más de lo que sus contemporáneos pudieron nunca
imaginar.
El progreso no ha sido nunca automático ni lineal, al contrario,
las innovaciones provocan disrupciones que generan ganadores y
perdedores. En sus inicios, se vaticinó que la digitalización iba a
provocar una gran destrucción de empleo, especialmente en trabajos de
poca cualificación. Sin menospreciar su impacto no existen evidencias
del cataclismo anunciado.
Ahora, diferentes informes (OCDE, FMI) anuncian que las
consecuencias de la IA serán aún mayores. Se predice que afectará de
forma polarizada a tareas rutinarias con bajo nivel de interacción
social, también a trabajos muy cualificados, justo los que hace unos
años se consideraban protegidos. No se trata de negar los riesgos, pero
el resultado no está escrito en las estrellas. La historia de la
innovación nos muestra que en sus inicios suele generar concentración de
riqueza y poder, aumento de las desigualdades y conflictos sociales.
También, que el resultado final depende del uso que se dé a las
innovaciones, de su control social y de la existencia de poderes
compensatorios.
Lo analiza Fernando Rocha en el Informe 146 de la
Fundación 1º de Mayo 'La dimensión laboral de la Economía digital'.
Aunque no se pueden simplificar procesos tan diversos y complejos, sabemos que si las tecnologías se utilizan solo para sustituir personas sus consecuencias son destrucción de empleo, más beneficios para el capital, sin garantizar una mejora de la productividad. En cambio, si la innovación busca la complementariedad -no la sustitución- suele comportar un aumento de la productividad y el impacto sobre el empleo es menor. Lo analizan con maestría Acemoglu y Johnson en 'Poder y Progreso' (Deusto).
Hay quien afirma que los precedentes históricos no sirven para analizar
los impactos de la IA, de dimensiones desconocidas. No pretendo
exorcizar el mal ofreciendo una seguridad ilusoria, pero conviene
recordar a Walter Benjamín: “No ha habido época que no haya creído
encontrarse ante un abismo inminente”.
En relación con el mundo del trabajo, el mayor riesgo de la
digitalización es que obsesionados, con razón, por la destrucción de
empleo no le prestemos atención a otras consecuencias de gran impacto
social.
De entrada, se apuntan cambios en la propia consideración de lo
que se considera o no empleo. La digitalización facilita que
determinados trabajos retribuidos sean ahora ejecutados por los
usuarios. Desde la evaluación de la calidad del servicio que se encarga a
los clientes, hasta las cajas de autoservicio de los supermercados.
En dirección opuesta, la transición demográfica, con cambios en
las estructuras familiares y sociales, encuentra en la digitalización un
aliado para que trabajos considerados no productivos, porque de ellos
se responsabilizaban las mujeres, se conviertan en nuevos yacimientos de
empleo. Se trata de tareas propicias a un uso complementario, no
sustitutivo, de trabajo humano y tecnología.
La digitalización incide directamente en las relaciones de
poder. De una parte, propicia nuevos entornos laborales, distintos a los
centros de trabajo fordistas, que permiten un control absoluto del
proceso productivo eludiendo las responsabilidades propias del
empresario. Externalización de las cadenas de valor, empresas red,
economía de plataforma y empresas multiservicios. O el caso extremo del
troceamiento de trabajos en micro tareas, convertidas en la unidad
básica de contratación digital, como sucede con la traducción de
documentos por páginas.
Con el aséptico nombre de “trazabilidad” del trabajo los
algoritmos permiten a las empresas aumentar sus funciones de control y
disciplina. Mientras en el panóptico taylorista de Jeremy Bentham había
un encargado controlando a los operarios, ahora el “panóptico digital”
utiliza pulseras que actúan como “látigo digital” para imponer ritmos de
trabajo o reconocimientos biométricos de las personas trabajadoras. La
deshumanización del trabajo del taylorismo industrial puede alcanzar con
el taylorismo digital, si no hay controles sociales y contrapoderes
sindicales, unos niveles aún más brutales.
La ideología juega un papel importante en la legitimación del
nuevo orden social. La digitalización se hace acompañar de la cultura
del “tecnopopulismo empresarial”. Sugiero leer 'Poder y Sacrificio: los nuevos discursos de la empresa' (Siglo veintiuno) de Luis Enrique Alonso y Fernández Rodríguez.
Del imaginario del burgués que arriesgaba su patrimonio para
crear riqueza, se pasó al CEO de las grandes corporaciones cuya función,
según Hayek y Friedman, es garantizar la mayor rentabilidad al
inversor. Ahora, la imagen icónica es la de un empresario tecnológico,
hecho a sí mismo en los garajes de Silicon Valley, con la fuerza del
individualismo extremo y claras patologías nihilistas.
No son, como se
afirma, anarcocapitalistas. La ideología libertaria siempre tuvo
referentes colectivos y se construyó en el mundo de los derechos. Son,
más bien, “nihilocapitalistas” que, como Elon Musk, presentan como
avances humanitarios lo que es un tecnocapitalismo movido exclusivamente
por la rentabilidad. Lo confirma el fundador de Uber: “Nuestra
estrategia no es solo llegar los primeros, sino expulsar del mercado a
los competidores”.
Entre los mitos de la IA destaca su supuesta sostenibilidad
ambiental y social. Se oculta la utilización de formas de trabajo cuasi
esclavistas, con explotación infantil, en las minas de cobalto del
Congo, en la extracción de litio en las salinas de Bolivia o de tierras
raras en otros lugares del mundo. Componentes tan imprescindibles como
los chips de ultima generación, en un proceso de gran impacto ambiental
por el alto consumo energético que precisa. En él participan ingenieros
de aprendizaje automático bien retribuidos, también controladores de
contenidos de las redes sociales, con condiciones muy precarias y
sometidos a graves riesgos de salud mental.
La historia nos enseña que si queremos que esta “era de innovaciones” tenga efectos positivos para el conjunto de la humanidad deviene imprescindible su control social y la existencia de poderes compensatorios. Y ahí nos topamos con el que es uno de los impactos más disruptivos de la digitalización, su contribución a la crisis de las estructuras de mediación social conocidas.
Los procesos de desintermediación no son algo nuevo. La imprenta
rompió con el monopolio de los monasterios en el control de la cultura.
La industrialización provocó la obsolescencia de los gremios
mercantiles. Ahora la digitalización conduce a la crisis de las actuales
estructuras de mediación: partidos políticos, organizaciones sociales,
medios de comunicación, sindicatos.
Nuestro principal reto en la construcción del futuro es entender
la naturaleza de los cambios. En este sentido me atrevo a afirmar que
el trabajo sufrirá grandes mutaciones, pero continuará ocupando una gran
centralidad en el mundo de la digitalización.
Las diferentes formas de los trabajos han jugado siempre un
papel determinante en la organización de las sociedades (nómada,
sedentaria, esclavista, feudal, neoesclavista, industrial) Así ha sido
desde la época de los nómadas forrajeadores (recolectores cazadores) y
su lento tránsito al sedentarismo de las comunidades que domesticaron
agricultura silvestre y animales salvajes. Lo analizan Graeber y Wengrow
en su 'El amanecer de todo. Una nueva historia de la humanidad' (Ariel).
Esa centralidad social del trabajo no oculta que las grandes
disrupciones tecnológicas siempre han comportado la crisis de las
estructuras de mediación social existentes y la construcción de nuevas
formas de intermediación. Estos tránsitos han sido lentos y progresivos,
en procesos en que lo nuevo tiene inicialmente rasgos propios de lo
viejo a lo que sustituye. Los primeros sindicatos de oficio se parecían
más a los gremios mercantiles que a las actuales organizaciones
sindicales que hoy son un pilar del estado social y democrático de
derecho.
Para acertar en las nuevas formas de intermediación social es
importante comprender la naturaleza de las disrupciones en marcha.
Asumiendo que, a nosotros, como a todos los contemporáneos de los
grandes cambios de época, nos cuesta entender el presente y mucho más
predecir el futuro.
La digitalización facilita la fragmentación del trabajo y de
nuestras vidas, contribuye a la desvertebración de la sociedad entre
personas, colectivos y sus legítimas causas. Además, la ideología del
individualismo extremo erosiona los espacios colectivos que hasta ahora
actuaban como factores de socialización. En este contexto el
sindicalismo tiene retos complejos. Integrar en su seno todas las formas
de trabajo que el capitalismo digitalizado desintegra; vertebrar las
diferentes causas sociales que el subjetivismo neoliberal desvertebra y
reforzar los espacios de socialización con los que combatir el
imaginario ultraliberal de autosuficiencia del individuo para abordar en
solitario los riesgos comunes.
En una sociedad dominada por la mercantilización de todas las
relaciones sociales, en la que las personas nos vemos reducidas a la
condición de meros consumidores, incluso de la política, el sindicalismo
debe reforzar la condición de ciudadanía laboral activa. Se trata de
ser sindicato de personas trabajadoras y no sindicato para personas
trabajadoras (no es un juego de preposiciones).
En una sociedad en que priman los vínculos delegativos, el sindicalismo debe reforzar las relaciones asociativas (afiliación) entre las personas trabajadoras. En una sociedad marcada por el individualismo extremo el sindicalismo debe disputar la idea de “libertad en comunidad”. En una sociedad con nexos cada vez más volátiles y gaseosos, el sindicalismo debe reforzar las relaciones estables y de proximidad con las nuevas formas de trabajo.
Se trata de objetivos que van en contra de la “ley de la
gravedad” de la digitalización y la sociedad que emerge con ella. Como
explica Oriol Bartomeus en 'El peso del tiempo'
(Penguin) nuestras reivindicaciones se expresan cada vez más con formas
muy volátiles. Es un fenómeno generalizado que en el caso de los
jóvenes adopta formas más rupturistas.
En simbiosis con los tiempos digitales, se conectan y
desconectan a los movimientos y luchas con gran facilidad y velocidad,
también con gran volatilidad. Pero como las cohortes no son homogéneas,
el sindicalismo, con sus limitaciones y vacíos, se mantiene como el
vínculo asociativo estable de mayor densidad entre jóvenes. Quizás por
la cercanía y proximidad que teje en los centros de trabajo y por su
utilidad directa en los conflictos del mundo del trabajo.
En la última década hemos visto como los malestares y la
insatisfacción se canalizaban en forma de indignación, un estado
emocional propicio a ser consumido. Las personas consumen indignación,
especialmente en las redes sociales, pero la indignación también se
consume muy rápidamente sin dejar poso transformador. La transformación
social siempre ha requerido de la organización de reivindicaciones y
conflictos.
El siglo XV europeo estuvo marcado por las revueltas campesinas.
En España destacan los 'Irmandiños' de Galicia y los 'Remenças' de
Catalunya. Sus revueltas solo tuvieron éxito cuando los campesinos se
organizaron, tal como se recoge en el “Llibre del sindicat de Remença”
(1448), para forzar la negociación con los nobles y el Rey hasta
conseguir que la Sentencia Arbitral de Guadalupe (1486) aboliera algunos
de los malos usos feudales.
En contra de su leyenda negra, los 'luditas' no eran tecnófobos
obsesionados por destruir máquinas. Como explica Eric Hobsbawn su
objetivo era ganar tiempo y capacidad de negociación para minimizar los
impactos salvajes de la primera industrialización.
Construir nuevas estructuras de mediación social en la sociedad
de la digitalización y la IA es una tarea compleja y difícil. Siempre lo
ha sido. Cuando los mineros pusieron en marcha las primeras cajas de
solidaridad para viudas y huérfanos de sus compañeros muertos en
accidente nada hacia prever que estaban iniciando la construcción de
unos sindicatos que han terminado siendo protagonistas de las grandes
transformaciones sociales y conquistas democráticas del siglo XX.
Es probable que este proceso de construcción de nuevas
estructuras de mediación ya haya comenzado y sus protagonistas ni tan
siquiera sean conscientes de ello. A Josep Fontana le gustaba recordar
que los hombres -por supuesto, también las mujeres- hacen la historia,
aunque mientras la están haciendo, no son conscientes de la historia que
hacen.
En esas estamos.
Fuente: Público.es
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